16.4.12

pensar la violencia.

La violencia: ese gran desconocido.

El concepto de violencia es algo de obligada reflexión en los tiempos que corren. No creo que sea necesario reiterar la infinidad de ejemplificaciones que tiene la violencia, desde gritarle a alguien hasta quemar un Starbucks, pasando por la negación a realizar ciertas acciones; pero siempre debe ser tenido en cuenta la finalidad que se persigue con tal medio.

Podríamos caer en el derecho positivo y afirmar, sin pudores, que la violencia en sí misma escapa a adjetivos como buena o mala, pero que está plenamente justificada si el fin al que sirve es un fin justo. Y a esto podríamos sumarle una definición de violencia iusnaturalista y decir que no es más que un producto natural, intrínseco a los animales, o hacerlo desde el derecho positivo y convencernos que, más que natural, es el resultado de la historia. Sea como sea, considerar justificada la violencia a través de la finalidad es sumamente peligroso, pues, como bien dice Benjamin, si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. En otras palabras: qué justifica a qué, ¿un medio legal, justo, justifica el fin e implica la justicia del mismo o, por el contrario, la justicia del fin justifica e ilumina todo medio usado para alcanzarlo?

No es una pregunta absurda. De hecho, dependiendo de la respuesta que se le dé, pasamos directamente a justificar la violencia o, por el contrario, a condenarla o, si más no, a cuestionarla.

Asimismo, hay algo crucial e implícito en la idea de violencia, y es que nunca debe ser tratada como fenómeno aislado e independiente de su contexto e intenciones. Parafraseando a Cortázar, no es lo mismo la violencia que reprime y coacciona, que la violencia creadora de derechos. En los fenómenos que cubren actualmente Barcelona, creo que es imposible cartasianear que no es lo mismo la violencia usada como represión física sobre individuos anónimos, que la que dichos individuos, en respuesta, ejercen sobre establecimientos tales como un Starbucks. Siempre es infinitamente más grave atentar contra una vida que contra un local caro y cutre (sin que por esto el segundo ejemplo quede justificado).

Feroces críticas se han alzado contra los altercados en llamas vistos en Barcelona el 29 de marzo, durante la huelga general, y no puedo dejar de pensar que la violencia usada por los manifestantes durante dicha huelga debe ser bien definida, bien comprendida y bien argumentada, tanto a favor como en contra. En primer término, quiero manifestarme a favor de la identificación de tales actos violentos con la idea (casi olvidada) de desobediencia civil. Y en segundo término, creo que la cantidad de críticas recibidas y los argumentos fundamentales sobre los que las basaban, tienden a confundir los términos derecho y moral, en otras palabras, la ley nos aborrega y nos hace temerla.

Centrémonos primero en la desobediencia civil. Rawls, en su Teoría de la Justicia, la define como acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno. Hay un error espantoso en esta definición, y es que ser contrario a la ley es excluyente de no ser violento. En el marco de un Estado democrático como lo es España (o como tiene pretensiones de serlo), cometer un acto de desobediencia civil equivale a obviar e infringir unas leyes que, en teoría y como votante democrático, tú has aceptado y abalado. En otras palabras: infligir algo que se te impone (aún con consentimiento), como lo es una ley, es violencia, así que, con mucho respeto hacia Rawls, me atrevería a afirmar que el término desobediencia civil implica una violencia, en cualquiera de sus prácticas.

Algo que, extrañamente, va atado a esto, es el mero hecho de cometer actos de desobediencia civil con la cara tapada, es decir: de forma anónima. Creo, como creen los teóricos en los que me baso, que tales actos, dado que los cometemos a raíz del convencimiento de su justicia, deberían ser de carácter público, con una justificación moral de la acción y una disposición del activista a no sustraerse de las consecuencias morales y legales de tal acto. Pero no nos engañemos: la teoría no siempre puede ser pasada a la práctica. Entonces, ¿qué supone dar la cara tras cometer desobediencia civil hoy en día? La cárcel, así de simple. ¿Quién está dispuesto a eso? Casi nadie. Personalmente, me parece una respuesta patética: si estamos tan convencidos del bien que provocará nuestra acción como para ejecutarla sabiendo que desacata a la ley, deberíamos estarlo para llevar tales consecuencias hasta el final como una forma más de lucha, y con la cabeza bien alta. Si bien, entiendo, y respeto, el querer mantenerse en el anonimato en una sociedad donde tan solo milita un ínfima parte de la población total, porque es injusto que pague y cumpla condena el individuo que comete el acto de desobediencia civil mientras el resto, tan de acuerdo como él mismo y eufóricos en nuestros aplausos, le compadecemos desde el sofá de nuestros hogares (los que todavía tenemos hogar).

Por otro lado, en la actual España, la actual Barcelona, hay una mala interpretación del concepto derecho. La gran masa ve los derechos (palabra eufemística usada para evitar pronunciar el vocablo ley) como algo que ha costado ganar y que debemos respetar y mantener. Esto es un problema. Tal respeto irreverente ante la ley puede ocasionar, no sólo un quietismo horrorizado, sino una sustitución de la moral individual y colectiva por dicho respeto a la ley, creando el actual vacío ético. Cuando se lucha por algo tan lógico como justo al margen de la ley (no por ganas, sino porque dentro de la ley es imposible), el escándalo que esto suscita debería ir encaminado hacia el por qué para luchar en pro de la justicia debemos hacerlo de forma ilegal, y no echar el grito al cielo con el dato anecdótico de la ilegalidad.

Dicho esto, iré más allá: no me creo que las críticas a la quema de un Starbucks (para no salirme del ejemplo casi hilarante que llevo usando desde el inicio del texto) de verdad busquen su fundamentación en conceptos tales como la violencia no lleva a nada o no debemos caer a su nivel o, todavía mejor, hay otras formas.

Por partes. La violencia no lleva a nada es una afirmación contradictoria: la violencia, creo, no es más que un medio, nunca un fin en sí misma, y como algo que contiene el concepto medio en su definición, siempre lleva a algo, al fin. No debemos caer a su nivel: en las luchas no hay niveles, hay armas y estrategias, y dado que ambos bandos intentan imponerse al otro, copiar y adaptar armas y estrategias no es más que un método de lucha, nunca un nivel. Hay otras formas, sí, en una democracia real las habría, pero esto no es una democracia.

En una democracia nunca se hubiese llegado a tales extremos de absurdidad, porque como sería el pueblo quien decidiría a qué se va a someter, éste nunca se tiraría piedras sobre su tejado. Me permito citar dos definiciones de democracia, salidas de las plumas de Eduard González y Ferrán Requejo: para considerar que una forma de Gobierno es una democracia, los individuos deben tener una influencia decisiva y dominante, a través de este, en la configuración y acción del Estado, y: aquello que distingue una democracia de cualquier otra forma de Gobierno, es que la autoridad de los que gobiernan es ejercida con el consentimiento de los gobernados, y que este consentimiento general la obligación política de los gobernados, es decir, el sometimiento de los individuos al Estado y sus decisiones. Esto no sucede, y no sucede por diversos motivos (de los cuales me limito a citar uno):

Ø no hay transparencia real, vivimos en la más ofusca de las desinformaciones.

Sobra decir que hay más motivos, pero me interesa especialmente éste. Me resisto a creer que, conscientemente, España haya ofrecido su confianza a un partido como el Partido Popular (PP). Me niego a creerlo. Lo que no me niego a creer, y de hecho lo creo, es que la gran masa española vive en una constante desinformación, que los partidos políticos, como lo es el PP, no sólo ocultan información que deberíamos saber, sino que mienten, engañan, y nos atontan con pedagogía más que barata (por que si vas a sumarte al carro de los sofistas, por lo menos ten el decoro de hacerlo bien). El insultante hecho de que la manipulación sea la mejor baza que tiene el Gobierno, no sólo es algo que habla por sí mismo, sino que es de todo, menos democrático. Porque la democracia, hasta donde yo sé, consiste en el básico derecho de todo ciudadano a elegir libremente a quién da su voto, y en este país, el concepto libremente no sale en la RAE.

Soy consciente de que España es un país con bastantes fascistas entre sus filas, pero una cosa es ser fascista, y la otra es aceptar, tolerar e incluso alabar una reforma laboral como la que estamos sufriendo. Porque ser fascista puede implicar obviar los derechos de ciertos colectivos, pero nunca obviar los tuyos propios.

En definitiva: España se esfuerza en crear mentes vacías, pensamientos únicos, jóvenes borregos. Así que sí, hay más formas de lucha mejores que la violencia, pero sólo realizables en un marco donde la concienciación de la historia que vivimos sea real; en un marco donde las noticias digan verdades, no despisten, no confundan, no desaparezcan porque no interesan, y sean absolutamente transparentes, porque demasiada poca gente sabe lo que realmente supone la reforma laboral, y toda esa gran masa que lo desconoce y sólo asimila el falaz discurso de que “incentivará las ganas de trabajar” (ya que el despido puede nacer por torcerte un tobillo), quedan pasmados cuando descubren lo que realmente supondrá en sus vidas, y muestran desacuerdo.

La violencia no es más que un medio para imponer una opinión por encima de otra.

Sinceramente, la violencia me disgusta, me produce rechazo. Y desde luego nunca pisaré un Starbucks, ni para quemarlo ni para tomar un eufemismo de agua sucia a un precio de chiste. No obstante, sí creo que dado la urgencia de la situación que está viviendo España actualmente, y el grado de confusión mental en el que nos mantienen, es estrictamente necesario que algo, alguien, nos dé una bofetada en la cara bien fuerte para hacernos reaccionar, porque si opino que quemar un Starbucks es algo poco alabable, opino todavía más que la mera necesidad de hacerlo para provocar un interrogante en las cabezas de la población es, simplemente, patético.